Rio de Janeiro tiene cucarachas ("baratas") voladoras, del tamaño de mi pulgar, sin contar la antenas por supuesto, que hacen que su largo se duplique.
Mientras redacto estas líneas, tengo a unos metros el cadáver de mi tercera víctima.
Estaba sentada y noto una sombra por detrás como de algo volando. Pensé que era una mariposa, una polilla. Así que me di vuelta tranquilamente. Y ahí la ví, apoyada en el brazo del sillón, a la maldita barata. Por un segundo me paralicé ¿cómo la voy a matar? ¡¿la tengo que matar?! En general, no me gusta matar insectos. A las arañas suelo perdonarles la vida, a los mosquitos y las moscas también. Ni hablar de las hormigas que me caen super bien. Pero ahora, matar o no a una barata no es una cuestión de piedad o de respeto hacia la vida, sino una simple cuestión de asco.
Cristiana, por mensaje de texto me dice que hay insecticida. Perfecto, pienso. El tema es que la cucaracha se había ido debajo del sillón y ya no hay mucho lugar para maniobrar. Corrí varias veces hasta donde se podía el sofá, no aparecía. Fui a buscar el insecticida y volví y tiré por debajo del sillón. Me acordé que mi celular tiene linterna, así que me agaché para ver si la veía. Nada. Pensé que tal vez habría aprovechado el momento en que me alejé del living para escapar por la ventana. Y que ya no estaba más. Y que a la noche podría dormir algo tranquila. Me senté frente a la computadora, y a los cinco minutos noto de nuevo algo en el sillón que está frente a mí. Absolutamente impune, moviendo sus repugnantes antenas, ahí apareció. Fui de nuevo corriendo a buscar el insecticida, y sin piedad arremetí contra ella, pensando en que dormiría tranquila esa noche, primero porque ya no existiría la posibilidad de que el insecto anduviera merodeando el living y segundo porque ese insecticida debe tener algún efecto nocivo para los humanos.
Y así fue como la maldita murió bajo mi dedo sicario que apretó el difusor hasta que las antenitas dejaron de moverse.